
Café, chocolates, dulces y auspiciadores. Todos parados afuera, más gente de la que me esperaba, mucha gente que no me esperaba. Caras conocidas, amigos, amigas, parientes. La cámara en su estuche, las pilas llenas y la memoria vacía.
Buscamos un lugar relativamente central y nos ponemos a esperar. Un conteo a ojo de pájaro nos muestra la abrumadora predominancia, al menos en cantidad, de los instrumentos de cuerda. Según me soplan, hay 10 violines, 4 violas, 2 cellos y 2 contrabajos contra 2 cornos, 2 oboes, 2 clarinetes, una que otra flauta y el inclasificable teclado. Insisto, eso me dicen, nunca he sido buena para identificar los instrumentos. Si me preguntan a mí, no distingo un banjo de un violín.
Empiezan a aparecer los músicos. Algunos conversan, otros miran a su alrededor como quién está a punto de escalar un cerro o sacarse una espina. Basta ver la cara del violinista en la foto para notar la tensión. A medida que se ordenan, comienzan a practicar, en lo que uno podría llamar una pieza acéfala, absolutamente bizarra. Los violines tocan solos, cada uno a su propio ritmo, los cornos sostienen extrañas notas y los cellistas parecen negociar con su instrumento el resultado de la noche. Ni siquiera vamos a hablar de las contrabajistas, quienes a estas alturas del partido, deben haber estado calentando o elongando los poco comunes músculos requeridos para tocar tan poco común instrumento.
Finalmente se hace silencio y entra el director, Eduardo “El profe” Browne. Tras una introducción a la orquesta, el qué y porqué del concierto son aclarados y se hace el silencio.
En ese instante empieza a sonar la “Gymnopedie número 1” del francés Eric Satie. No podía ser más ad hoc al momento y al ambiente que se vivía. Comienzan los celos, los contrabajos y los violines tocando una marcha muy lenta y apaciguadora. En eso, el director levanta la mano, llamando al oboe, que toca una melodía semejante a un lamento, raudamente contestada por los violines. Luego de esto, la música cae en notas más graves denotando más tristeza y pesar, para más tarde volver al comienzo, tocándose la melodía que caracteriza a la obra. Y así, sin más, con la elegancia y sencillez de la melodía, la pieza termina. Silencio absoluto. Un segundo de espera y nada. Entonces, toda la orquesta da vuelta la página de las partituras al mismo tiempo. Eso sólo podía significar una cosa: la primera obra había terminado y se iba a dar comienzo a la segunda. ¡Sin aplausos! Con pesar y rogando que el público fuera incurablemente ignorante en vez de un crítico ácido y extremo, la orquesta prosiguió con el programa.
La segunda pieza, del argentino Astor Piazzolla, comienza con un pizzicato de los violoncelos y los contrabajos que evocaban a los pasos de un gigante. Luego de repetir el acorde dos veces, entra el lamento de las violas, el cual me hizo recordar inmediatamente un tango. Agudamente se unen los violines para proseguir con la triste introducción que terminaría dos minutos más tarde. A continuación comienza el segundo movimiento, denominado “La Muerte Del Ángel”, también al son del tango, protagonizado por los primeros violines, quienes ejecutan una melodía más rápida y desafiante. Cuando comienzan a finalizar el primer acorde, se une el segundo grupo de violines, deleitándonos con una fuga electrizante en la que más tarde ingresarán las violas, repitiendo el mismo compás, para finalizar con los celos y lo contrabajos como acompañamiento. Y sin más preámbulo…silencio. Y comienzan todos juntos con el compás inicial del tango a todo volumen, destacándose los bajos y los violines. La batuta rasga el aire con desenfreno y, de pronto, comienza una melodía elegante y apaciguada, mucho menos pasional que la inicial. Pero como buen tango, esto no pudo mantenerse durante mucho tiempo, y volvemos al comienzo con furia y un “crescendo” magnífico que pone los pelos de punta. Acordes van, acordes vienen y la pieza termina con un aplauso estruendoso
Y…bienvenido Vivaldi. Del moderno tango de Piazzolla pasamos súbitamente al barroco Vivaldi, interpretándose su “Concierto para dos Oboes en Re menor para Cuerdas y Continuo”. Dos atriles para los oboes, uno a cada costado del director, muchas cuerdas y el teclado se preparan para presentarnos la pieza. Comienza la función y como es de esperar en la usanza barroca, las cuerdas y los oboes comienzan a intercalarse en una “conversación” con pequeñas duraciones de ambos bandos, protagonizados, en un lado; por lo oboes, los violines, las violas y el teclado y, en el otro; por los celos y un contrabajo. Luego de esta breve introducción, las cuerdas amenizan la rápida melodía de los oboes, quienes se silencian periódicamente para dejarlas solas durante unos instantes, mientras tocan las melodía impuesta inicialmente por ellos. Durante la pieza, los oboístas demuestran su virtuosismo y, para mi sorpresa, mientras los veo interpretar la pieza, descubro que la cara humana tiene más músculos de los que me hubiese imaginado. Durante todo el movimiento, no puedo dejar de imaginar las clásicas fiestas del siglo XVIII con grandes pelucas, vestidos y una suntuosa y frívola elegancia.
Ya en el segundo movimiento, los oboes interpretan una conversación acompañada por el contrabajo y los celos, mucho más lenta y solemne que la primera, evocándose cierta tristeza y nostalgia. Con la clásica floritura barroca, ejecutada por los oboes, termina el segundo movimiento, dando paso a un tercero, mucho más parecido al primero en términos de rapidez. El estado de ánimo asemeja a un renacer después de haber estado deprimido (segundo movimiento) durante un lapso de tiempo. En este espacio, los oboístas demuestran su habilidad con gran agilidad y destreza, deleitándonos con un barroquismo elegante, ágil y virtuoso.
Acaba la pieza, un segundo estruendo de aplausos, seguido de numerosas entradas y salidas de don Eduardo para recibir la ovación de su público.
Después de unos veinte minutos de descanso y preparación, raudamente se da comienzo a la “Sinfonía Número Cinco en Si Bemol Mayor” de Franz Schubert, donde participan dos fagotes, los cornos, la flauta y todas las cuerdas interpretando una melodía muy alegre y animada con gran participación de los bronces y maderas. El director literalmente baila en el escenario, al igual que las cabezas de las contrabajistas, y yo no puedo dejar de marcar el pulso de la melodía con mi pierna. La melodía inicial de la sinfonía reaparece continuamente durante todo el movimiento intercalándose con otra muy gentil y suave. La pieza se destaca por las variaciones de volumen presentes en ella para luego finalizar con la orquesta en pleno tocando el acorde final.
Comienza el segundo movimiento y sorpresivamente descubro que es mucho más lento, deprimente y desolador que el primero, muy al estilo de Schubert. Los instrumentos de viento y los violines juegan un rol primordial en esta parte al acentuar la melodía y destacar estos sentimientos.
En el tercer movimiento las cuerdas resaltan en una melodía que en cierta medida refleja enojo y frustración que poco a poco va cambiando a una ligera complacencia, repitiéndose esta secuencia por segunda vez y finalizando con la melodía inicial. En este movimiento, la flauta debe luchar contra las cuerdas agudas, en especial, los once violines, para lograr destacarse. Continuamente, los bajos, representados por los celos y los contrabajos ponen notas de suspenso.
En el cuarto y último movimiento reaparece la alegría a través de una melodía animosa y rápida, continuamente matizada por violines y vientos, destacándose la participación de la flauta y la continua variación del volumen para destacar un estado de ánimo jovial. La pieza termina con una virtuosa interpretación de los violines que da paso al clásico acorde que indica el final, interpretado por la orquesta en pleno y una batuta que asciende, desciende y ejecuta movimientos envolventes realmente notables.
Y sin más que decir, o mejor dicho, tocar; un último aplauso estruendoso y todo termina…
Me parece muy interesante y profundo tu blog...tu escribiste este artículo? me encanta la música... muchas felicitaciones!
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